lunes, 12 de septiembre de 2016

“Teoría del viaje”, de Michel Onfray





Una declaración de guerra a nuestra tendencia a cuadricular y cronometrar nuestra existencia...


Michel Onfray convierte el viajar, uno de los sencillos placeres de la vida, en un estimulante tema de reflexión. Además de ser una invitación a soltar amarras, este libro tiene el poder de prolongar la emoción y el sabor del viaje a través de la filosofía y la literatura, de la historia y la mitología.

Deseo de partir, preparativos sumidos en lecturas, elección del medio, entusiasmo y sorpresa a la llegada, despertar de los cinco sentidos durante la estancia, toma de notas y fotografías, regreso a casa, elaboración del recuerdo…, todas las etapas cobran en este libro una dimensión filosófica. Teoría del viaje es una declaración de guerra a nuestra tendencia a cuadricular y cronometrar nuestra existencia, y una brillante hoja de ruta para quienes quieran sentirse viajeros y no turistas.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Aumentar el deseo

El viaje empieza en una biblioteca. O en una librería. De manera misteriosa, prosigue allí, con la claridad de esas razones que ya antes se esconden en el cuerpo. Al comienzo del nomadismo, por tanto, nos encontramos con el sedentarismo de las estanterías y de las salas de lectura, incluso el del domicilio en el que se acumulan las obras, los atlas, las novelas, los poemas y todos los libros que, de cerca o de lejos, contribuyen a la formulación, a la realización, a la concretización de la elección de un destino. Todos los rincones de una buena biblioteca conducen al sitio adecuado: el deseo de ver un animal extravagante, el de dar con una planta casi inencontrable, las ganas de divisar una mariposa rara, la aspiración a una veta geológica en una cantera, la voluntad de marchar bajo un cielo antaño frecuentado por un poeta, todo conduce al punto del globo del que llevamos ciegamente el signo.

El papel instruye las emociones, activa las sensaciones y ensancha la cercana posibilidad de percepciones ya preparadas. El cuerpo se inicia en las experiencias venideras frente a informaciones generalizadas. Toda documentación alimenta la iconografía de cada cual. La riqueza de un viaje necesita, con anterioridad, la densidad de una preparación —como se dispone uno a las experiencias espirituales invitando a su alma a la apertura, a la recepción de una verdad capaz de infundir—. La lectura actúa como rito iniciático, revela una mística pagana. El aumento del deseo desemboca luego en un placer refinado, elegante y singular. La existencia de un erotismo del viaje supone la superación de una necesidad natural a fin de suscitar la ocasión de un júbilo artificial y cultural. Llegar a un lugar del que se ignora todo condena a la indigencia existencial. En el viaje, descubrimos solamente aquello de lo que somos portadores. El vacío del viajero fabrica la vacuidad del viaje; su riqueza produce su excelencia.

Por lo tanto, los libros y, en primer lugar, el atlas: biblia del nómada necesariamente alimentado de geografía, de geología, de climatología, de hidrología, de topografía, de orografía. Sobre un mapa se efectúa nuestro primer viaje, el más mágico, ciertamente, el más misterioso, seguramente. Pues evolucionamos en una poética generalizada de nombres, de trazos, de volúmenes dibujados, de colores. Las convenciones explican el marrón de las cumbres, de las cadenas montañosas que ciñen y marcan los continentes: aquí, las Rocosas y la cordillera de los Andes que cortan verticalmente el continente americano, allá, esa línea sinusoidal que atraviesa Europa de oeste a este: Alpes, Cárpatos, Cáucaso y cadena del Himalaya; intensifican el azul de los abismos marinos, de los fondos profundos y oscuros: manchas en el océano Pacífico en medio de las cuales pululan las Espóradas Ecuatoriales, los archipiélagos filipinos, melanesios y polinesios, dorsales, fosas, cuencas y fracturas que rasgan o excavan el fondo de los océanos; en otro sitio, los vasos, venas, arterias y capilares de los ríos que recorre una sangre uniformemente azul: largo chorro longilíneo del flujo de las desembocaduras y los temblores de los manantiales, cursos eléctricos y serpentinos de los orígenes: el Amazonas, el Misisipi, el San Lorenzo, el Níger, el Nilo, el Ganges, el río Amarillo como una coronaria, una carótida, una aorta, una yugular desollada grabadas en una plancha de Vesalio.

Luego, al pasar la página, lejos del planeta contado según los accidentes naturales, un mapa político presenta el mismo mundo, pero esta vez con relación a los trazados culturales queridos por los hombres. Allí donde la geomorfología y la geología obedecen a los caprichos de las fuerzas telúricas, los planisferios cortados por el patrón de los actores de la historia fragmentan lo real en elementos de un puzle cuya disposición supone largas guerras, interminables conflictos. Las fronteras se riegan de sangre, se mueven, se modifican: Europa central, después del comunismo, obedece a otros trazados, ha conocido particiones, parcelaciones, estallidos. Nuevos países, fin de antiguas fórmulas. Antaño Austria-Hungría, hasta hace poco Yugoslavia, Checoslovaquia, hoy desaparecidas bajo el peso de nuevas voluntades políticas: Chequia, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia, Bosnia- Herzegovina. Aniquilación del imperio soviético: los desvaríos humanos no cuentan para nada. De cara a la eternidad, la geografía triunfa, la historia se reduce a la espuma.

Además de los mapas físicos, marítimos y políticos, los atlas proponen también el trazado de las comunicaciones y de los husos horarios: después de la geología, la geografía, la historia y la política, la economía. Pues las líneas marítimas, los enlaces aéreos, las distancias en millas, las cifras a añadir para obtener las horas locales, las carreteras, los caminos, las vías férreas, los aeropuertos corresponden a los intercambios: flujos de hombres y mujeres, circulación de personas, idas y venidas de mercancías, transferencias de inteligencia, movilidades familiarizadas con las vías trazadas en los aires, sobre la tierra y por mar a fin de llevar a los ingenieros, a los comerciantes, a los banqueros, a los industriales, a los hombres de negocios al lugar de sus fechorías. Entre ellos, la inocente clase de los turistas en busca del sol, el esparcimiento y el gasto suntuario de sus ahorros anuales.

Rutas de navegación, por tanto: Port Louis- Bombay, para comprender a la población mauriciana, Nueva York-Río de Janeiro, para entender los vínculos entre las dos Américas, Londres-Arcángel, con el propósito de descubrir la relación entre la Europa comercial del mar del Norte y el acceso al mercado ruso entrando por el mar Blanco. Líneas aéreas, en ramilletes que producen el efecto de paraguas o sombrillas sobre el mundo: todas las grandes ciudades conectadas, en contacto, en relación, formando redes. Y luego, ferrocarriles, con trenes interminables: el Transiberiano, por supuesto, pero también Quebec-Vancouver, la travesía de este a oeste de Canadá, El Cairo-Jartum, rozando el descenso del Nilo, Bombay-Benarés, y otros destinos míticos. Por doquier motores y hombres conducidos, desplazados, transportados en migraciones perpetuamente reiteradas. Idas y vueltas, idas sin retornos. Un zumbido recorre toda la superficie del planeta con esos intercambios de individuos y de objetos, de informaciones y de proyectos.

El mundo no es lo que parece, ya que el centro de gravedad de las proyecciones nos engaña con ficciones. Un mapa enuncia la idea que tenemos del mundo, no su realidad. Cuando los primeros cartógrafos proponen sus dibujos, traicionan una teología, una concepción de la relación entre lo divino y lo humano, lo celeste y lo terrestre, reconocen la labor que ha hecho en ellos la época metafísica. Su mundo coincide con el mundo, y el mundo conocido con el único existente. Fuera de eso, nada: agua, y después el vacío. Todos los mapas sitúan como epicentro el corazón de su representación intelectual. En la mayoría de los casos, uno mismo, la imagen y el reflejo de uno mismo. La visión soviética del mundo, por supuesto, rechazaba la de los americanos. La de los chinos de hoy ignora totalmente la nuestra, ofrecida por la proyección de Mercator, que instala a Europa en pleno centro de las tierras representables.

Para organizar esa realidad diversa, los geógrafos recurren a la geodesia. Matematizan lo real, lo geometrizan y lo encierran en husos, latitudes y longitudes. Escriben los trópicos, un ecuador, dos círculos polares, uno ártico, otro antártico, trazan un meridiano que atraviesa Greenwich en su centro y se amarra a los polos. El conjunto da lugar a una cuadrícula y a una localización posible por grados. No se puede proceder mejor para obtener un género de panóptica y dominar la diversidad a fin de producir una unidad legible y codificable. La fantasía del viajero circula por ese mundo de trazos y de líneas, de cifras y de nombres. Se alimenta de él en las primeras horas del deseo nómada.

Es verdad que el atlas dice lo esencial, pero no todo. A su postura conceptual le falta la carne aportada por la literatura y la poesía. Pues el poeta más que ningún otro instala su cuerpo subjetivo en medio del lugar frecuentado por su conciencia y su sensibilidad. Todas sus emociones, sus sensaciones, sus percepciones, todas sus historias singulares maduran en su alma fantasiosa y desembocan un día en un texto corto que ofrece la quintaesencia de las sinestesias caprichosas: oler colores, saborear perfumes, tocar sonidos, oír temperaturas, ver ruidos.

Practicar estos ejercicios confirma que viajar supone el desajuste de todos los sentidos, y luego su reactivación y su recapitulación en el verbo. Escribir un poema, desde un puente frente al agua destellante de un estuario desmesurado, junto a la ventanilla de un avión que sobrevuela Transilvania, en un café africano perdido en medio de miles de hectáreas sin un alma viviente alrededor, emborronar el arrugado papel en el vestíbulo de un aeropuerto, en la habitación de un hotel egipcio en el que la ventilación abate el aire sobre la desnudez de un cuerpo cansado es pedirles a las palabras el poder alquimista de los atanores: verter en el hueco de su experiencia algo con lo que llevar a los metales a la incandescencia y obtener oro de un puñado de imágenes que permanecen.

Leer un poema permite acceder al imaginario de una subjetividad infundida por el lugar. De ahí las colisiones intelectuales, los atajos espirituales y mentales, los cohetes afectivos que buscan el alma, incitan y extasían los sentidos. El poeta transforma la multiplicidad de sensaciones en un depósito reducido de imágenes incandescentes destinadas a ampliar nuestras propias percepciones. Todos los viajeros cuentan sus peregrinaciones en cartas, cuadernos, relatos. Solo unos pocos quintaesencian sus desplazamientos en un poemario. La China de Claudel, el Tíbet de Segalen, las Antillas de Saint-John Perse, el Ecuador de Michaux, el México de Artaud, la Europa de Rilke, incluso la poesía de los videntes que viven y frecuentan sus ciudades como visionarios, Apollinaire en París, Pessoa en Lisboa o Borges en Buenos Aires…

Después del Atlas y del Poema, esas dos formas a posteriori de la sensibilidad, la Prosa toma el relevo. Expresa de otro modo, de manera menor, más diluida, lo que el poeta transfigura en resplandores. Los relatos de viajes rebosan detalles. A veces consignan día tras día el transcurso de una triste agenda. Allí donde el mapa y los versos conceptualizan absolutamente, practican la abstracción de la quintaesencia, la prosa ofrece un ritmo más lento, más largo. Se toma su tiempo. Como la correspondencia. Se da cuenta de un paisaje, una comida, un encuentro, un monumento, una emoción, una fatiga, se señala un trayecto, se detalla un itinerario, se recogen anécdotas, peripecias. La materia parece más abundante que en un soneto o en versos libres, pero, indiscutiblemente, se revela menos rica.

Nos quedan las obras que proporcionan una abundancia de informaciones prácticas. Las Utilidades, las Guías. También hacen soñar, pero con otros recursos, otros auxilios. Direcciones, puntos de referencia, indicaciones técnicas para telefonear, franquear correo, vestirse, hacer una maleta, comer, alojarse; detalles sobre las especialidades culinarias, los vinos, las bebidas, las horas de las comidas, las costumbres sociales, los cambios de moneda, el uso de taxis; síntesis históricas, invitaciones a visitar un museo, a fijarse en una obra en una sala, fechas fundacionales; notas sobre la fauna, la flora, el clima; extractos literarios clásicos, los imprescindibles del fragmento escogido para el viaje; resúmenes de la civilización, planos generales y otros detallados, nombres de calles, mapas, planos. Un breviario para una vida cotidiana de lo menudo, lo ínfimo. Libros menos para leer que para hojear, para recorrer, para tomar y retomar, para consultar.

En efecto, la Guía, la Prosa, el Poema, el Atlas ofrecen la ocasión de lo que Plotino llamaba una dialéctica descendente: detalles, recuerdos, ideas, concepto, todo contribuye a la solicitud del deseo: lo descubrimos, lo entretenemos, lo alimentamos, y luego disfrutamos de él, nos construye tanto como lo construimos.
De una manera al fin y al cabo platónica invocamos la idea de un lugar, el concepto de un viaje, y luego nos vamos a verificar la existencia real y factual del lugar ambicionado, entrevisto por los iconos, las imágenes y las palabras. Soñar un lugar, en ese estado de ánimo, permite menos encontrarlo que reencontrarlo. Todo viaje vela y desvela una reminiscencia.


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