Florencio Constantino Un tenor en Bragado
Fue un
personaje extraño. De la miseria, pasó a brillar en las mejores compañías de
ópera del mundo. Llegó a desafiar al gran Caruso. Y, en 1911, construyó un
teatro con todos los lujos en la ciudad bonaerense que lo albergó. Hoy, un
libro narra su vida de novela
Por él, seguramente no se pelearán los expertos en buscar actas de nacimientos para conseguir un héroe-cantante patrio. A diferencia de lo que ocurre con Carlos Gardel, los documentos de este caso son insospechables: el tenor Florencio Constantino nació en Ortuella, España, hace 130 años, el 9 de abril de 1868. Y no quedan dudas. Pero es menos improbable que no surjan voces pícaras alegando que ese señor, inmigrante como muchos y trillador de los suelos bonaerenses de Bragado, caminó los primeros pasos de su fama de gran cantante en nuestro país.
Lo cierto es que ese hombre tenaz, poco instruido, minero de niño, mecánico de ferrocarriles más tarde, trillador durante un tiempo y obsesionado en el arte de su voz sobre todo, alcanzó su propia meta: saltar de la parva de maíz a los escenarios del mundo como un tenor de renombre internacional. Un nombre que, es cierto también, intentó retener más allá de lo que los límites de su propia razón le dejaron y de lo que el público, fervoroso primero y olvidadizo después, le permitieron.
Es que en los surcos de su campo, la paja y el trigo se mezclan. Allí se entrelaza la historia de aquel que alcanzó la cúspide del bel canto en Europa y las tres Américas con la del ególatra polémico que terminó detrás de bambalinas, cantándole óperas a las paredes del sanatorio Lavista, en México, convencido de que aún lo aplaudía un público frenético. Y en el medio de ambos crece el centenar de anécdotas y cruzadas épicas que lo convierten en un personaje difícil de catalogar.
Allá por
1876, parecía improbable que ese niño que se hundía en las minas de
Somorrostro, en Bilbao, fuera a disputarle el trono al italiano Caruso, 30 años
después, en la competitiva plaza neoyorquina. Y difícil imaginar que esas manos
engrasadas del adolescente que arreglaba locomotoras lucirían las glorias de su
éxito transformadas en anillos opulentos. Ni que ese inmigrante trillador
-"mosca blanca entre la peonada", como lo describían los diarios de
la época-, incondicional seguidor de Leandro Alem y de la Unión Cívica Radical,
sería el elegido para inaugurar el Teatro de Opera de Boston y para grabar más
de 200 discos.
En su
corta vida, Constantino anduvo por todos los caminos. Los de la gloria y los
del fracaso, la riqueza y la pobreza, la vanidad y la humildad; los
multitudinarios y los más tristes y desolados que lo condujeron a su fin, a los
51 años.
Gato por violín
Suele
ocurrir. En las miradas hacia atrás, los personajes reconocidos encuentran
siempre el germen de su futuro prometedor. "De chico ya actuaba en los
colegios", "En mi infancia ya me gustaba escribir" y cosas por
el estilo, que parecen confirmar que la gloria asoma desde los primeros tallos.
Constantino
fue también un niño prodigio, por supuesto. El mismo, ya famoso, lo recordó años
más tarde ante el diario chileno La Mañana: "Pequeñuelo, mis aficiones por
la música y el canto eran mi mayor entretenimiento. Formaba orquestas con
instrumentos raros (...) Recuerdo que tomé un gato y en una tabla preparada de
antemano le metí las cuatro patas bien amarradas y después, con un palo bien
delgado, a modo de arco, lo pasaba por el lomo del animal, que al verse
aprisionado de ese modo y sintiendo ese roce sobre sus carnes, lanzaba unos
maullidos agudos, prolongados y lastimeros, los que me servían a mí para
improvisar unos cantos a ese compás..." La anécdota es relatada por Julio
Goyen Aguado, en una prolija biografía del cantante de reciente publicación.
Quizá la
semilla ya estaba plantada. Pero más allá de lo anecdótico, su infancia estuvo
lejos de los paraísos musicales. La crisis económica, la falta de instrucción
escolar, el alzamiento carlista y su temprana incursión en las minas y en las
locomotoras, terminaron por animarlo a dejar su suelo vasco.
Así, a los 21 años y junto a su novia Luisa, decidió desertar de la armada española para buscar otros horizontes en la por entonces prometedora Argentina. Primero tentó a la suerte con sus dotes para la mecánica. Pero en poco tiempo alcanzó otro destino: un campo de Bragado a su disposición, crédito mediante, para sembrar maíz.
Y fue
justamente allí donde los surcos se cruzaron: su activa participación en la
revolución radical que estalló en la provincia de Buenos Aires, en 1893, lo
unió a quienes descubrirían sus dotes para el canto.
Primero,
el escritor y periodista Francisco Grandmontagne Otaegui, su amigo casi hasta
el final; luego, el arzobispo de Buenos Aires monseñor Aneiros, y finalmente,
el maestro italiano Paolantonio y el violinista José María Palazuelos.
De una
manera u otra, los cuatro lo convencieron, a los 23 años, de que tenía un
tesoro en la garganta que más valía la pena desenterrar.
Pero tuvo
que pagar el precio de semejante tarea: "Creyendo que era tenor, he
gastado en cuatro días el valor de una trilladora y de una casa que tenía en
Bragado", se lamentó Constantino ante Grandmontagne, ya en Buenos Aires. Y
el periodista, asombrado, lo apañó: "El que gasta en cuatro días una
trilladora y una casa es capaz de aprender a cantar y de otras muchas cosas.
Cuente usted conmigo, que es lo mismo que contar con la miseria".
El oro y el barro
Grandmontagne
le mostró los teatros por dentro, le explicó el espíritu del Fausto que
acababan de presenciar y le enseñó el epílogo de Mefistófeles. Y, con más
descaro que dinero, Constantino comenzó a mezclarse en el ambiente teatral
(llegó a conseguirse una piel de nutria para codearse en los camarinos con los
tenores ya famosos) hasta debutar, el 23 de junio de 1895, en el Club Español
de Buenos Aires. Y hasta se inventó una compañía de ópera inexistente para
obtener un subsidio de la provincia de Buenos Aires y trepar al escenario del
teatro Argentino de La Plata.
Pero su
suerte cambió. Un empresario tabacalero, Manuel Méndez de Andés, lo señaló como
su protegido y decidió embarcarse en la formación del astro descubierto. Al
menos, durante el tiempo en que supieron llevarse bien. Algo que,
definitivamente, no duró mucho. Ni con Méndez de Andés ni con los que ocuparon
el lugar de sus protectores en toda su corta carrera.
Fue así
como el humilde trillador terminó zarpando nuevamente, esta vez hacia Milán.
El primer
año, en 1896, se las ingenió para repartir los 250 francos asignados por su
protector entre sus clases de 150 francos y las necesidades de su familia
(mujer y cuatro hijos). Pero el segundo año, Méndez de Andés abandonó a su
alumno, y Constantino tuvo que enviar a su familia a Bilbao y mantenerse dando
lecciones de español.
También
tuvo que apelar a esa viveza del sobreviviente que lo ayudó en sus primeros
pasos: "Muchos eran los maestros a los que engañaba para que me enseñaran
una ópera gratis, pues les decía que tenía un contrato en perspectiva, pero que
sin saber esa ópera no podía aceptarlo. Así logré engañar a muchos maestros y
aprender un gran número de óperas, no llegando nunca a los soñados
contratos", contó él mismo.
El descenso
Su suerte volvió a torcer de rumbo: desde 1898, cuando consiguió finalmente un contrato por seis meses para presentarse en Holanda, hasta 1912, cuando las luces comenzaron a atenuarse, Constantino logró iluminar su propia gloria e inscribirse en la historia de las voces de la ópera.
En esos
años, trajinó los máximos escenarios de Italia, Lisboa, Rusia, Polonia, Madrid;
volvió a Buenos Aires para presentarse en el ya inaugurado Teatro Colón y regresó
a su Bilbao natal, con fama, con un nombre que ya figuraba en varios diarios y
marquesinas y con talento probado. A esa altura poco quedaba ya de aquel
humilde trillador. Como muestra, un botón: seguro en su batalla, Constatino
llegó a desafiar a Caruso en un duelo de voces que, para orgullo del español,
jamás tuvo respuesta y dio por ganado.
Quién
sabe si fue ascenso a los cielos de la gloria -que pronto lo llevó a encabezar
la compañía de Opera San Carlo y a recorrer con éxito y durante seis temporadas
los principales teatros líricos de Estados Unidos, incluido el Metropolitan de
Nueva York- lo que terminó por dejarlo en las orillas del delirio.
Lo cierto es que hasta él mismo intuyó esos límites. Y aunque alguna vez le transmitió a otro amigo, Miguel de Unamuno, su intención de dejar los escenarios, la fama y los aplausos, ya casi sordos, pesaron más.
Hubo
avisos. El primero, durante una gira por Cuba con su propia compañía (la
Constatino Grand Opera Company).
Mientras
interpretaba El Barbero de Sevilla, Constatino movió con tan mala suerte la
espada que terminó provocando un derrame cerebral en uno de sus compañeros de
escenario. El hecho terminó en un juicio por 50.000 dólares.
El segundo: una serie de contratiempos amorosos y judiciales que, en aquellos tiempos pre-sexgate, enturbiaron su panorama. A tal punto que, ya sin dinero, terminó encerrado en una cárcel (y sólo pudo salir gracias a la fianza que pagaron sus amigos).
El
tercero y final: de vuelta en México, la voz de Constantino se quebró ante un
público ansioso por verlo recuperado. Con lágrimas en los ojos, el tenor se
disculpó y emprendió la retirada. A su pesar.
"¡Qué
voy a perder la voz! ¿No me oyen?", se enojaba en su casa mientras
intentaba recuperar su "Salut demeure" del Fausto. "Que no me
interrumpan, voy a ensayar", se enceguecía entre las paredes del instituto
frenopático Lavista, en México, adonde fue trasladado tras sus accesos de
locura. "All right!... All right!... Very well!...", gritaba entre
los pasillos, vestido con un gabán de tiempos mejores. Ya no quedaba mucho
tiempo. Ni siquiera mucho recuerdo. Constantino murió el 16 de noviembre de
1919, solo, triste y un poco olvidado. Pero con la certeza, más allá de su
delirio, de que había cumplido con aquel sueño de desenterrar el tesoro que
llevaba en su garganta.
El teatro de Bragado
Pero antes del final, en 1911, convencido por un grupo de bragadenses, Constantino decidió construir un teatro en la tierra que lo descubrió. "En el Bragado, tierra de mis luchas primeras, planté mis tiendas de artista, edificando un teatro para que los que amigos fueron de mi desgracia, lo sean también de mi ventura", dijo alguna vez, según lo cita su biógrafo.
Su
emprendimiento tuvo sus peripecias antes de convertirse en el complejo cultural
que hoy lleva su nombre.
Primero, Constantino compró el predio del Club Social de Bragado y mandó a hacer los planos a un arquitecto español. Ya en Nueva York, donde fue a cumplir con alguna de las tantas giras de esos años, el tenor compró butacas, sillas, tapicería para los palcos y hasta el gran telón para el escenario que se utilizaría por primera vez el 25 de noviembre de 1912, día del estreno oficial.
Aquel
día, según los documentos de la época, más de 2100 personas de Bragado y
localidades vecinas asistieron a la presentación de Constantino.
Pero el
esplendor, que hizo que allí se reunieran importantes compañías teatrales y de
zarzuelas no duró mucho. Ya en 1913, el teatro Constantino comenzó a languidecer.
Según Goyen Aguado, "los compradores de palcos dejaron de hacerse cargo de
sus obligaciones y el teatro fue hipotecado".
Para 1916, el edificio fue rematado y la pared que daba al escenario se agrietó. En 1929, un fuerte viento huracanado provocó la caída del escenario y, en 1979, parte del frente se desplomó pesadamente sobre la vereda.
Vencidos,
los lugareños decidieron demolerlo. Pero una comisión de vecinos memoriosos se
interpuso y, junto a la Municipalidad de Bragado, se hizo cargo de la compra
del teatro para transformarlo en el complejo cultural que hoy lleva el nombre
del tenor que dio en la ciudad bonaerense sus primeros pasos de gran cantante.
Texto: Verónica Bonacchi
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