LeoFDK 05 |
La hélice deja de latir;
así las casas no se vuelan,
como una bandada de gaviotas.
Erizadas de manos y de brazos
que emergen de unas mangas
enormes,
las barcas de los nativos nos
abordan
para que, en alaridos de
gorila,
ellos irrumpan en cubierta
y emprendan con fardos y
valijas
un partido de “rugby”.
Sobre el muelle de
desembarco,
que, desde lejos,
es un parral rebosante de uvas
negras,
los hombres, al hablar,
hacen los mismos gestos
que si tocaran un
“jazz-band”,
y cuando quedan en silencio
provocan la tentación
de echarles una moneda en la
tetilla
y hundirles de una trompada el
esternón.
Calles que suben,
titubean,
se adelgazan
para poder pasar,
se agachan bajo las casas,
se detienen a tomar sol,
se dan de narices
contra los clavos de las
puertas
que les cierran el paso.
¡Calles que muerden los pies
a cuantos no los tienen
achatados
por las travesías del
desierto!
A caballo en los lomos de sus
mamas,
los chicos les taconean la verija
para que no se dejen alcanzar
por los burros que pasan
con las ancas ensangrentadas
de palos y de erres.
Cada ochocientos metros
de mal olor
nos hace “flotar”
de un “upper-cut”.
Fantasmas en zapatillas,
que nos miran con sus ojos
desnudos,
las mujeres
entran en zaguanes tan frescos y
azulados
que los hubiera firmado Fray Angélico,
se detienen ante las tiendas,
donde los mercaderes,
como en un relicario,
ensayan posturas budescas
entre las nubes tormentosas
de sus pipas de “kiff”.
Con dos ombligos en los ojos
y una telaraña en los
sobacos,
los pordioseros petrifican
una mueca de momia;
ululan lamentaciones
con sus labios de perro,
o una quejumbre de “cante
hondo”;
inciensan de tragedia las
calles
al reproducir sobre los muros
votivas actitudes de estela.
En el pequeño zoco,
las diligencias automóviles,
¡guardabarros con olor a
desierto!,
ábrense paso entre una
multitud
que negocia en todas las lenguas de
Babel,
arroja y abaraja los vocablos
como si fueran clavas,
se los arranca de la boca
como si se extrajera los
molares.
Impermeables a cuanto las rodea,
las inglesas pasean en los burros,
sin tan siquiera emocionarse
ante el gesto con que los
vendedores
abren sus dos alas de alfombras:
gesto de mariposa enferma
que no puede volar.
Chaquets de cucaracha,
sonrisas bíblicas,
dedos de ave de rapiña,
los judíos realizan la paradoja de
vender
el dinero con que los otros
compran;
y cargados de leña y de
jorobas
los dromedarios arriban
con una escupida de desprecio
hacia esa humanidad que
gesticula
hasta con las orejas,
vende hasta las uñas de los
pies.
¡Barrio de panaderos
que estudian para diablo!
¡Barrio de zapateros
que al rematar cada puntada
levantan los brazos
en un simulacro de naufragio!
¡Barrio de peluqueros
que mondan las cabezas como papas
y extraen a cada cliente
un vasito de “sherry-brandy” del
cogote!
Desde lo alto de los
alminares
los almuédanos,
al ver caer el Sol,
instan a lavarse los pies
a los fieles, que acuden
con las cabezas vendadas
cual si los hubieran trepanado.
Y de noche,
cuando la vida de la ciudad
trepa las escaleras de
gallinero
de los café-conciertos,
el ritmo entrecortado
de las flautas y del tambor
hieratiza las posturas
egipcias
con que los hombres recuéstanse en
los muros,
donde penden alfanjes de
zarzuela
y el Kaiser abraza en las
litografías al Sultán…
En tanto que, al resplandor lunar,
las palmeras que emergen de los
techos
semejan arañas fabulosas
colgadas del cielo raso de la
noche.
Tánger, mayo, 1923.
Oliverio Girondo.
1 comentario:
imágenes increíbles...!
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