viernes, 4 de enero de 2013

Mediterráneo profundo



LeoFDK/012


La geografía de la eternidad engarzada


Por Michel Onfray


Soy nativo de una Normandía pegada a la región de Auge, una tierra de tarjeta postal con vacas marrones y blancas que rumian en medio de pastizales verdes o de huertos de manzanos vencidos por el peso de las frutas redondas y rojas. Mi pueblo natal se encuentra en la intersección de ese paisaje y una llanura modesta en la que se cultivan cereales ondulantes, trigo y cebada, avena y maíz. Y siempre el agua, en todas sus formas: la lluvia, el rocío, la llovizna, los charcos, las charcas, los arroyos, los ríos, todo el conjunto dando a los verdes normandos sus magníficas tonalidades. Soy de esta tierra, y probablemente me descompondré en ella.

Es por ello que amo a Córcega. Esas son las razones por las que ella es mi lujo. Brinda la perfecta antítesis de mi cotidianeidad: el mediterráneo, contra el tropismo inglés de Normandía; África, contra las tierras hiperbóreas y frías al borde de la Mancha; el sol, contra las siempre ricamente cubiertos y trabajados cielos de Boudin; las antiguas virtudes, casi feudales, de una isla en la que se puede practicar, casi sin arriesgarse al ridículo, la palabra dada, la amistad, la hospitalidad, la fidelidad y otras riquezas descuidadas por el continente, preocupado por imitar la inmoralidad marchita de los anglosajones. En Córcega me siento africano, encendido, incandescente, contemporáneo con los presocráticos y Homero.

Allí como en los cinco a seis países de África en los que experimentado demasiado brevemente el calor, el desierto, el silencio, y el espacio, gozo de un tiempo lujoso, de estadías magníficas. Mientras el continente vive bajo de un tiempo identificado con el dinero, el Mediterráneo reactiva el registro de las Geórgicas de Virgilio: tiempo prehistórico, en el sentido etimológico de antes de la historia, tiempo de las estaciones y de la tierra, de los planetas y del mar, del cosmos y de los viñedos. Los hombres aceptan someterse a él exactamente a la manera mineral o del vegetal, consintiendo a la necesidad con la voluptuosidad de quien conoce la eternidad engarzada en el uso voluptuoso del presente.

Es por ello que, pese a no tener la fantasía del propietario, cuando me da por soñar en las cuatro paredes que podrá comprar me las imagino en Córcega, modestas en su construcción pero lujosas por la vista. Quisiera poder mirar el mar desde una terraza y ver cambiar sus colores – azules, verdes, turquesa, negros, violetas, malvas y grises-. Luego espiar, surgidas de las olas, la aparición de las figuras de que acechan La Ilíada y La Odisea. Experimentaré allí los tiempos magníficos de un contemporáneo de los griegos y de los romanos, de los africanos y de los fenicios, sabiendo recordar que en la época de las primeras huellas, hoy desaparecidas, también se incluía a los Libios –descendientes del filósofo Arístipo de Cirene, el inventor del placer-. Primeros ocupantes curiosos de la isla devuelta a los misterios. Entonces, en la tierra que lindaría con esta pequeña gran casa, a falta de arcilla normanda, aceptaría una tumba con vista al mar.



Fuente: Onfray Michel,  “Filosofía Feroz”, pp.13 y 24. Libros del Zorzal, Buenos Aires. 2007.

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